N°1 / La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes et la littérature mexicaine des XX et XXIe siècles

Las cotidianas vidas extremas en Cuartos para gente sola (1999) de J. M. Servín

Cathy Fourez

Résumé

Cuartos para gente sola (1999) de Juan Manuel Servín au torretrata un “yo”desgarrado por la monotonía de la supervivencia en la periferia de la ciudad de México donde el tiempo de la fragilidad es un tiempo sin futuro. Una noche, en un terreno baldío, el protagonista, atraído por la magnitud de unas atractivas apuestas, acepta pelearse con un perro. Dicho afrontamiento va a acelerar el principio de su caída en esa noche animal y lo va a propulsar hacia la descivilización de la ciudad contemporánea habitada por figuras del desencanto y de la ex-pulsión. La brutalidad de las relaciones se ensancha conforme va disminuyendo el espacio humanista simbolizado, en cierto modo, por los cuartos impregnados de melancolía y de sordidez en el edificio donde el protagonista renta uno de ellos. Vivir en la territorialidad descalificada del espacio público y privado, en la desnudez de la existencia, estar presente en el mundo pero sin poder agarrarse a él, instigan a sus usuarios, para existir, a desplazar y a superar sus propios límites; y para volver a respirar, a transgredir y decaer. Nos proponemos analizar los cuerpos de la precariedad en esta narración de J. M. Servín, ver cómo la explotación, la resemantización y la subversión continua de algunos códigos de la clásica novela policial y de la novela negra sirven para describir tanto la miseria urbana del siglo XXI como sus disyunciones, sus fisuras, sus excesos, y examinar de qué manera la alteración de los tratamientos de un género literario dice el descentramiento de los personajes.

 

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Abstract

Cuartos para gente sola (1999) by Juan Manuel Servín presents the self-portrait of an “I”  torn by monotonous survival in Mexico City’s outskirts, where the time of fragility is a time without any future. One night, in an empty lot, the protagonist is enticed by the dimension of an attractive bet and accepts to fight against a dog. Such struggle will accelerate the beginning of his downfall in that animal night and propell him towards the de-civilization of the contemporary city, inhabited by disenchantment and expulsion figures.  Brutal relationships keep expanding as human space diminishes; a space simbolized in a way by the melancholic and sordid rooms of the building where the protagonist lives. Living in a territory deprived of the quality of public and private spaces, in the sheer nakedness of existence, to be present in a world one cannot hang to, this condition leads the users to push and overcome their own limits in order to survive, to breath, trangress and decay once again.  This essay analizes the precarious bodies configured in this story, to examine how the use, resemantization and subversion of the classical mystery and noir novels, are employed to describe the 21st. century’s misery, its disjunctions, fissures, excesses. We will also examine how altering the features of a literary genre is a means to express the characters’ decentered position.

Keywords : literature, Mexico, XXth century, detective novel, subversion of codes

Je voudrais bien savoir où l’on trouve une aurore.

Pour cette sombre nuit que nous avons en nous1.

 Introducción

Los dos versos de Victor Hugo, mencionados en el epígrafe de este trabajo, podrían envolver las fracturas y los meandros de la escritura de Cuartos para gente sola2, un diario íntimo de la orfandad del ser humano y cuya trama narrativa es la omnipresente “vida dura”. En esta novela publicada por primera vez en 1999, J. M. Servín autorretrata un “yo” fraguado en la picaresca urbana de fines del siglo  XX; un “yo” desgarrado por la monotonía de la supervivencia en la periferia de la Ciudad de México donde el tiempo de la fragilidad es un tiempo sin futuro. Una noche, en un terreno baldío, Edén, el protagonista de Cuartos para gente sola, atraído por la magnitud de las apuestas, acepta pelear contra un perro. Transportado par una inquietante orquesta contorsionista de gritos de la pobreza y de la exclusión, vence al animal, pero el dueño de la fiera le asesta un golpe sólido sobre la nuca que le hace perder el sentido. Este asalto va a acelerar su caída en esa noche animal y lo va a propulsar hacia la descivilización de la ciudad contemporánea habitada por figuras del desencanto y de la “ex-pulsión”. La brutalidad de las relaciones se ensancha conforme va disminuyendo el espacio humanista, simbolizado, en cierto modo, en el libro, por los cuartos rentados, impregnados de melancolía y de sordidez. Vivir en la territorialidad descartada del espacio público, en la desnudez de la existencia, estar presente en el mundo, pero sin poder agarrarse a él, todo esto instiga a sus usuarios, para poder ser, a desplazar y superar sus propios límites y, para volver a respirar, a transgredir y decaer.

Nos proponemos analizar los cuerpos de la precariedad en esta narración de J. M. Servín; observar cómo el autor narra las mitologías de la miseria cotidiana; revisar cómo la subversión continua de algunos códigos clásicos de las literaturas policíacas sirven para describir las zonas fracturadas de la sociedad, y examinar cómo la geometría y los entresijos de un cuarto así como una pelea de perros cuentan la “descolocación” de los personajes

Vidas desveladas desde el delito

El dramaturgo Bertolt Brecht decía que “dans notre société les aventures sont criminelles3”; la sociedad a la que nos convida el narrador forma parte de su parcela autobiográfica y desplaza, desde la relojería metaliteraria, las reglas tradicionales del género policial. A la manera de un investigador, Edén, personaje principal y voz autodiegética, se empecina en desagraviarse: encontrar la pista del apostador que lo agredió y castigarlo. De esta pesquisa emergen otros dos casos, directamente conectados con su vida personal, y que él mismo se compromete a resolver: regresar al barrio de su padre a fin de exteriorizar sus conflictos con él, y acostarse con su vecina. Al principio de la novela, los tres asuntos vienen diseminados en un mismo capítulo; sus temas respectivos se cruzan, se percuten, se acoplan, revelando así los proyectos fragmentados de un personaje, todavía prisionero de una febril confusión mental, secuela de su reciente agresión. Sin embargo a medida que él va recuperándose, cada problema se convierte paulatinamente en un enigma por resolver y ocupará, en las últimas partes del libro, una sección independiente; una sección en la cual cada problema dará con su propio desenlace.

Apremiado por las circunstancias, Edén bifurca hacia la figura del detective operando todo un trabajo de observación y de deducción con la meta de interpretar los signos nebulosos que lo circundan, y con la de hacer hablar los silencios que callan el ataque que sufrió. Cada objeto se vuelve el blanco de una mirada clínica, en particular los objetos que componen el cuarto de su vecina, Felisa, quien fue testigo de su agresión y quien le prodigó los primeros auxilios. Los cigarros y los cerillos encontrados debajo del catre de Felisa, por haber desaparecido y ser iguales a los que él tenía, se le hacen extraños y contribuyen a la instauración de un clima de desconfianza que lo incita a pensar que esta chica sabe más de lo que relata. Cabe notar que el tabaco y su “artillería”, en los misterios del cuarto cerrado protagonizados por Hércules Poirot o Sherlock Holmes, encarnan los rastros materiales de un desequilibrio: las cenizas de un puro o el rojo del pintalabios sobre una colilla, delatan el descuido del asesino. El indicio permite conocer la genealogía del incidente y rozar la historia oculta que es la de la transgresión. Así el cambio espacial o la desaparición de algunos accesorios de Edén confirman que su habitación ha sido registrada y que él está bajo vigilancia. Entrar en un cuarto equivale, por lo tanto para Edén, a un desafío intelectual en busca del instrumento que esconde los secretos del significado de una historia oculta. En la vecindad, la observación es una cuestión de necesidad, hasta de supervivencia. Es cierto que Edén, por estar involucrado, desde la adolescencia, en el sistema de criminalización de las actividades humanas, explota, como los detectives pragmáticos y epidérmicos de la vertiente negra de la literatura policial, todos los recursos para alcanzar su meta. Pero, por otra parte, al recolectar y estudiar menudos elementos, a primera vista insignificantes, el protagonista se reclama de la lógica pura y metódica como los héroes de la novela de enigma: al estilo del detective modelo, reorganiza sus ideas para llevar a cabo su plan de revancha; despliega su capacidad de desciframiento porque muchas veces detrás de lo obvio se halla lo incongruente, y se apropia de la materia en detalle para reconstruir el rompecabezas del cual es preso.

El final de cada capítulo crea, como lo veremos, no sólo una tensión ligada a la atmósfera oprimente del lugar de acción, sino también un suspenso por la demora narrativa en el camino hermenéutico: la trama principal (la venganza) está astillada por digresiones conectadas con el conflictivo pasado familiar y con la intromisión en su rutina de Felisa y de la dueña del edificio. No obstante, estas ramificaciones narrativas que alejan la ejecución de la venganza de Edén, la cual ocurrirá en el penúltimo capítulo, también contribuyen a la aceleración de su realización e invitan tanto al narrador como al lector a “désapprendre la lisibilité4”. En efecto, el desorden inicial ocasionado por la pelea de perros paralelamente se descodifica y se perpetúa hasta el ajuste de cuentas final mediante el vaivén de revelaciones y de disimulaciones sustentado por las dos mujeres (Felisa y la dueña del edificio), y mediante el engranaje escalonado de interrupciones y de desvíos que opacan o eclipsan las fallas que saturan la verdad. Las dudas, las mentiras, los engaños vibran de manera permanente en Cuartos para gente sola instaurando un clima deletéreo en la vecindad.

Felisa, por otra parte, es una especie de subversión actancial de la novela de espionaje. Su precariedad la lleva a adoptar el lema consagrado de los héroes de Ian Fleming: “quien quiere el fin quiere los medios”. El fin, aquí, es la defensa de la ley de subsistencia. Lo que está en juego es la dueña, ya mayor, del edificio, quien acosa a Felisa por los alquileres no pagados. La dueña, según los favores que le concede a Felisa o según las tareas domésticas que le propone, la “autoriza” o no a comer, de tal modo que su comportamiento para con su inquilina confirma la sentencia siguiente: “Lorsqu’un homme en nourrit un autre, il en devient le maître5”. Dado que la desesperanza suele ser el inicio cruel de los diferentes grados de la infracción, los únicos recursos que están a la disposición de Felisa conducen al disimulo y a un acto irreversible: mata a la propietaria. A la manera de las ficciones de Agatha Christie, la muerte, como lo muestra la de la vieja propietaria asesinada, surge en cuartos cerrados. Pero en la novela de J. M. Servín este crimen, lejos de formar el soporte de una demostración matemática en la cual triunfa la razón, restituye ante todo el impacto del choque con la hostilidad de la violencia cruda y de la desmesura del vacío. Primero, el crimen no funciona como el disparador de una larga investigación sino como el resultado trivial de la vida miserable en la periferia de la capital mexicana. Segundo, cae de manera inesperada no sólo por surgir al final de la novela sino por desestabilizar la espera del lector, que estaba a la expectativa de otro delito, en este caso la eliminación del apostador que hirió a Edén. Tercero, alimenta las páginas de la prensa amarillista. Sospechoso del homicidio de la dueña, Edén como si luciera el capirote de los tiempos de los tribunales religiosos, se ve sometido a la humillación pública, con su foto ostentada en un periodicucho inquisidor; éste engloba las notas rojas en las que se escriben “los epitafios más leídos6”, las siniestras extensiones asimétricas de la vida cotidiana.

Con el asesinato de la anciana, el último capítulo plantea las interrogaciones de la clásica novela de enigma  (¿Quién mató?) y las de la novela negra (¿Por qué hubo crimen?). En un territorio en el que “le crime ne vient que de là. De la merde et du malheur7”, en el que reina la dislocación colectiva y en el que los personajes, privados de lo esencial, llevan en sí un deseo de transgresión, las respuestas al enigma no se hacen esperar. A J. M. Servín no le interesa relatar la historia criminal ni buscar al obvio culpable sino recalcar la destrucción del vínculo social y la erosión de la vida humana. El mecanismo de permutaciones y de eliminaciones enseña que los signos de puntuación que marcan estas vidas, en ese ecosistema de la supervivencia, son prematuros puntos finales. Los estómagos demasiado acostumbrados al ayuno como el de Felisa van a romper el orden monacal y el régimen de dominación impuesto por la vieja, y a suscitar apetitos y deseos malsanos. Así, la propietaria “fuerte” y de “paso firme” (66) se transforma en una “cabellera recogida sosteniéndose en el vacío” (113); alterna entre el papel de la cacica y el de la víctima ofrendada a un inclemente destino

Los espacios de las vidas precarias

Pero nadie se escapa del pozo del que es oriundo. Igualmente, Edén y Felisa, aunque llevan nombres que suenan a gloria, pertenecen a esta oposición que es la vida8 trivial: una humanidad menesterosa en la que el paraíso terrenal y la felicidad saben a lengua extranjera. Ambos personifican los límites de una vida, por ser las figuras ordinarias de la uniforme y trágica pobreza, es decir los infinitos premiados caducos del éxito cuya indigencia custodiada por su inestable actividad laboral hace que sus historias se queden sin destino. Edén, económica y personalmente, no prospera ya que el trabajo, en vez de incitarlo a desarrollar su existencia, a sustentarlo, lo desfabrica, lo despoja de sí mismo y lo saquea tanto física como mentalmente:

Entro muy temprano, a las seis, y salgo a la una de la tarde con la espalda adolorida, sediento y con muchas ganas de descargar el coraje que no alcanzo a exprimir trapeando pisos y limpiando vidrios bajo la custodia de un supervisor” (10-11).

La proliferación de estragos evidencia, mediante el empleo del polisíndeton y el ritmo apresurado de una frase que rehúye cualquier pausa, los efectos devastadores del oficio que generan una descorporización y una despersonalización del individuo. El trabajo, que norma la vida dentro y fuera de la esfera profesional, aquí, le escatima al narrador sus posibilidades sociales y no le permite más que explorar un medio sumido en la más espantosa precariedad. Su empleo no significa ni auge, ni vida, ni luz para su cuerpo y su cerebro sino demolición de su anatomía, carne agotada, desarraigo fisiológico y moral. En cuanto a Felisa “era como si hubiera pasado encerrada toda su vida en ese cuarto” (101). Dicha observación alude tanto a su condición de criada flexible y desechable como a su cuerpo desgastado que se atrofia para nutrir a un niño ya destituido de la norma por su supuesto mongolismo; un cuerpo pasivo que se confunde con su cuarto destartalado que le desarticula la voz, que la aparta de cualquier alternativa, y la enclaustra en la pérdida.

Para Edén y Felisa, la vida depende de la aritmética: sumar, multiplicar, restar un torbellino de cifras son los requisitos necesarios para “seleccionar entre lo que es vital y lo que es indispensable, entre lo que ayuda a vivir y lo que ayuda a sobrevivir9”. Felisa modifica así la finalidad de la lata de sardinas cuando la convierte en cenicero (100); reciclaje que remite al sentido original del verbo “investir”, es decir “revestir con dignidad”. En plena civilización se crean infiernos que acentúan la degradación del hombre y posibilitan el ahogo social. Así, el puesto embrutecedor de asistente de limpieza que hace de Edén una acémila, lo entrega a los demonios de la bebida a fin de narcotizar el sentimiento que tiene del miedo existencial. El alcohol no es más que el efecto de su progresivo hundimiento: la causa principal la compone su explotación laboral en una depauperada rutina donde se puede decir que “la boisson succèdait inévitablement au travail comme la nuit succède au jour10”. Frase que evidencia las formas insoportables, en los años 1900, de la profesión de lavandero que ejerce el héroe de la novela epónima de Jack London, Martin Eden (1909), cuyos proyectos, amputados por la experiencia de la falta, están desvinculados del presente. En el México del fin del siglo XX, el protagonista de J. M. Servín, Edén Sandoval, se presenta como un eco desfigurado, una lectura deslocalizada y resemantizada del personaje de London no sólo por el símil onomástico, sino también por la aclimatada práctica de la pérdida del devenir y del porvenir. Este desliz palimpséstico, que escenifica “la mise en livre d’autres livres11 y revela no sólo la biblioteca íntima del autor sino el soporte bibliográfico relativo a la confección del personaje principal, diagnostica a un ser humano quebrado que ya no dispone de un afuera para progresar. Ambas obras, por muy distinta que sea su configuración temporal y geográfica, abordan los mismos temas: las frágiles historias del plebeyo, la producción social de la derrota cotidiana y de la indeterminación permanente. El proceso de modernización también ha participado en la masificación de vidas no reconocidas, inscritas en una angustiosa inseguridad vital y sin espacio apropiado. Estas vidas, como las de Edén y de Felisa, flotan en ese tablero económico que, en aras de la productividad y de los beneficios, no deja de poner en tela de juicio la viabilidad, el actuar y el valor de estas mismas vidas únicamente calificadas por el estigma que las descalifica12.

Asimismo, su vulnerabilidad se reproduce en el espacio de su barrio. El edificio de la anciana se levanta en un territorio delimitado, definido por fronteras sociológicas que cobran una forma espacial y adonde se ven deportados los de abajo a quienes les falta todo, excepto las tragedias. Es el gueto de los desarraigados y de los abandonados en el que no viven ni los ricos ni los poderosos de este mundo, el que nunca pisa el turista pero donde se amontonan, procrean y mueren miles y miles de pobres. Es la nueva East End de Londres descrita por Jack London en 1902, la ciudad de la “Terrible Monotonie”, la de la “Dégradation13”. Del islote urbano se destaca un paisaje melancólico y hermético, receptáculo de todas las complicidades del silencio y de un diluvio suspendido. La descripción del entorno se va tejiendo en una vampírica hondonada escoltada por cielos agonizantes y lluviosos; la habitan sombras orientadas por “los anuncios artificiales tales como Malboro” (10), “los postes de luz que no indicaban ninguna presencia de vida” (41), “una luz incapaz de iluminar la noche” (93). En esa disonancia tenebrista se recomponen, como en los cuadros de Edward Hopper o de Daniel Lezama, los instantes íntimos del desvalimiento y de la soledad untados de un decrépito claroscuro, y se dibujan los tristes colores de la cotidianeidad. La luz en la novela sirve de núcleo estructural y semántico. El leitmotiv “apagué la luz” (43; 54) que sella varios capítulos, además de notificar, igual que un fundido en negro, el fin de la secuencia, se refiere al ensimismamiento del protagonista que se refugia en su única patria, la del sueño; él huye de una luz que deprime y que desnuda un ambiente espantoso por la casi totalidad de su desamparo. Por otra parte, esta luz endeble adopta el rol de nexo entre Felisa, quien, por estar en apuros económicos, se ve privada de electricidad por la dueña del edificio, y el protagonista, por ser detentador del faro de la comodidad codiciada.

En ese despoblado afectivo, el narrador, hostigado por una vida desolada, se rinde al peligroso vértigo de la aventura, la cual va a dar un giro inesperado a su existencia. El baldío en el que se organizan las peleas de perros, se ofrece a Edén como un cuerpo extranjero y como conexión con su propia territorialidad determinada por el tránsito de un vacío a otro. En busca de su improbable afuera, vaga con una anforita de tequila por el vestigio del desarrollo industrial, de la velocidad y de la lejanía, o sea una solitaria e inmóvil vía de tren, que no le propone ningún desplazamiento ni ninguna destinación sino un desierto humano colonizado por “el silencio brumoso, la oscuridad y el llano” (18). Esta sensación carcelaria se prolonga en el lugar hogareño. El narrador da cuenta de fragmentos de su vida desde su cuarto, un teatro de la interioridad humana cada vez más miniaturizado, y que oscila entre la catástrofe y la nada. Es ahí donde Edén lleva una vida celular y nos vomita el laberinto que está en sus adentros. Su discurso se vertebra de un “yo” anafórico con acentos más cínicos que picarescos y cuya celda se fabrica en la página a través de una frontera operada por la coma y una declinación de sintagmas que dicen la inminencia de su propio fin:

Yo, al teléfono. Yo, de regreso a mi cuarto por unas escaleras metálicas y herrumbrosas que hacen resonar mis pasos en el silencio de la noche como pequeñas bóvedas cerrándose detrás. (9)

[...]

Yo, con cigarros y alcohol. Yo, a media calle parado en dirección a la hondonada. Yo, con incertidumbre del camino que habría de recorrer, pero con una emoción parecida a cuando se viaja por primera vez. Yo, preso de mí mismo, sin encontrar un valor a mis años vividos o a algún proyecto futuro. Yo, a solas en una noche donde las nubes densas presentan una sombra iluminada por la luna que despunta al final de las vías. (16)

La recámara se asemeja a la piel del protagonista. Tan duro como los tratos que él recibe, el cuarto se agrieta, se lesiona, envejece: todos sus componentes como las escaleras (“metálicas y herrumbrosas” (9)), el techo (“salitroso y cuarteado” (38)), la luz (“amarillenta lastimando mis retinas” (38)), el olor (“a encierro” (92)), el humor (“acedo” (92)) se entrelazan con epítetos relativos a la tonalidad hostil, a una materia arruinada que dice la deficiencia, la fisura en la que se capta la abisal degeneración del hombre contemporáneo. El cuarto es una construcción alegórica de los sombríos y melancólicos pensamientos de Edén, análoga a la mazmorra del Raskolnikov de Dostoïevski14.

Del alumbrado casi quirúrgico que desencaja la decoración de la habitación transluce una miseria áfona y cadavérica que acentúa la inmersión del personaje convaleciente en una agitada pesadilla. Cautivo de un delirio de viscosidad morbosa, se ve proyectado en un hospital babilónico repleto de herramientas de disección, que receta a sus pacientes platos de deyecciones y carne humana desmembrada. Esta hemorragia de detritus y de actos antropófagos es dominada por el campo léxico de la desarticulación y de la sangre; este lóbrego vocabulario metaforiza los combates en los que se descuartizan los perros así como el pozo bárbaro en el que se ha sepultado Edén. Esta pesadilla traduce la nada que lo condujo a un dantesco límite que lo hizo viajar demasiado lejos para poder regresar. Las frías sonoridades metálicas, los muros leprosos, los escasos muebles enfermizamente oxidados se leen como una correspondencia sinestésica de la aspereza y descifran un cuarto afectado por la hambruna y la vida pobre. Engarrotado, adolorido, postrado en su catre, Edén, luego de su jornada laboral y del asalto sufrido, está tan magullado como la materia seca, inerte, anoréxica de su recámara. Vive un aplastamiento en el que, según la formulación de Gaston Bachelard, “plus l’être est condensé, plus il est loin de la vie15

Recostado en el catre [...] mi cuarto me pareció más vacío y sucio. Las paredes no eran la mejor señal para indicar que alguien lo habitaba desde hacía casi un año. Confundido, todo me pareció inútil, me sentía presa del más absoluto abandono, sin nadie a quien recurrir para desahogar mi impotencia, mi rencor hacia todo lo que me rodeaba; sin darme cuenta de la intensidad de mis sollozos. (39)

Dormir es lo único que Edén pueda todavía obsequiarse en su cuarto, donde las cosas más indispensables de la vida desaparecen como asustadas; un espacio interior estrecho que encierra de manera antagónica un espacio de tiempo interminable. La vecindad, en su totalidad, está impregnada de un terrorífico olor a miseria (“Las habitaciones están ocupadas por tipejos huidizos y derrotados por el mundo de las buenas oportunidades” (42)), que recuerda la que describe el escritor austriaco Stefan Zweig en Ivresse de la métamorphose (1930 / 1938):

Méritée ou non, honnête ou crapuleuse, la pauvreté pue. Oui elle pue comme peut puer une chambre au rez-de-chaussée donnant sur une courette, comme puent les vêtements pas assez renouvelés. On le sent comme si on était soi-même du purin16.

La atmósfera general deriva de una combinación sensible y corpórea que corrobora la exclusión. Igualmente, las puertas de las habitaciones inspeccionadas por el ojo policíaco de la propietaria, son raramente promesas de hospitalidad o de libertad; al contrario se dilatan como puntos límites que debilitan los contactos humanos. Ahora bien las relaciones se hacen y se deshacen en noches en las que el destino del hombre consiste en caer.

Extremar su vida para vivir

“Et puis on plongeait d’un coup dans la sale aventure, dans les ténèbres de ces pays à personne17”; esta frase de Céline parece ilustrar el naufragio de Edén en una pelea de perros programada en un terreno contagiado por “un fuerte olor a podrido” (20) y ambientado por una noche canina. Al internarse en ese coliseo de colmillos y aullidos, Edén deja la figura humana en beneficio de la animalidad. Ahí se piensa con la piel y con las vísceras. Ese declive en lo primitivo y lo irreflexivo se patentiza en el retrato goyesco de los perros. Surgen violentamente del fondo negro e indefinido del baldío guiado por una luz oblicua; se parecen a “monstruos prehistóricos” (26) cuyos ojos alucinados y cuyas proporciones colosales expresan la fuerza descontrolada y las pulsiones irracionales. El perro combatiente, héroe del espectáculo ciclópeo del “¡Suéltalo todo¡” exacerba los colores de la sangre viva y excitada. Hipérbole de la furia y del territorio de la muerte, el animal acarrea en un frenesí los comportamientos eufóricos de los espectadores (23). Semejante a desordenadas siluetas que remiten a los contornos difusos y gesticulantes de L’entrée du Christ à Bruxelles (1888) del pintor belga James Ensor, el público, corroído por la bebida, vive la imagen extrema pero desde el exterior y consume el riesgo de la verdadera muerte desde el ángulo de lo espectacular. Esta escenografía de lo superlativo empotrado en un trasfondo letal sirve, para unos, a través de las apuestas, de plataforma de subsistencia, y sirve, para otros, de escapatoria ociosa y eficaz para olvidarse de la opresión y de la insuficiencia. Esta pelea ejerce sobre el público un poder hipnótico, fascinante, que deriva del latín fascinum, “embrujo18”:

Mi terror se fue transformando en una necesidad imperiosa de sangre y muerte que era impulsada aún más por el griterío. Entonces percibí cómo el dueño del animal lo estimulaba: “¡Acábalo al hijo de su pinche madre!”, pero ya empezaba a disfrutar del giro que tomaba el combate. (37)

Edén, por su parte, en el exceso de su constante vacío, cruza una frontera, una de esas fronteras que precipita a cualquier hombre del otro lado, que lo distancia de los márgenes y lo lanza hacia la arena. Armado de una malla de alambre en un juego de circo-matanza que alude al gladiador o al cristiano entregado a la perversidad de las muchedumbres, rivaliza con el perro. Este reto con un animal urbano, que se mueve, según su domesticación entre el auxilio y el ataque, simboliza la lucha del hombre contra sí mismo. Edén se atreve a poder morir en público, iniciando una auténtica práctica suicida que aparece como un derivativo para los desposeídos del progreso social. Si bien este juego de competencia mortal se asimila a la producción de la pérdida19 (en particular la pérdida del entendimiento y la centrada en las apuestas desproporcionadas con respecto a los cortos recursos financieros de los espectadores), tanto para el público como para Edén, la destrucción se impone como un acto pragmático y creativo. La violencia del ver20 ofrece a los espectadores la posibilidad de desembarazarse de sus propios sufrimientos. Para librarse de sus repetitivos fracasos, el público se adueña de la visión del otro que se desploma y agoniza. En este desafío entre el hombre y el animal, disfruta de la demolición del otro por su insensata valentía y porque éste asume los descalabros individuales y colectivos. No obstante esta pelea de perros que posee como hipotexto Croc-Blanc (1906), confirma la idea planteada por su autor Jack London, a saber que es el comportamiento de los hombres el que origina el de sus animales, y revela la faceta maligna del ser humano, heredada de una traumática historia singular y general. En efecto, sea cual sea su brutalidad, el animal no disfruta del mal; como lo comenta Élisabeth de Fontenay, es ajeno a la demasía que provoca el exceso de lo mejor y el de lo peor21. Así, la bestia inmunda no es el perro sino el hombre; desde la actividad humana, el sistema de adiestramiento hace del animal una mercancía de deleite y de brutalidad. Se trata, para el hombre y a partir del poder soberano ejercido sobre el perro, de gozar de su agresividad acondicionada, de los tormentos que recibe y que él es capaz de infligir a otros hombres22.

Edén, anestesiado por un impávido aburrimiento, lleva su cuerpo al extremo para sentirse vivo. Conforme a la teoría de Paul Ardenne, él prefiere  “l’émotion choc qui est de l’ordre du cri, à l’émotion contemplation, qui est l’ordre du soupir23”. Las palabras y los sentimientos no tienen peso en su soledad endémica mientras que consumir el exceso y autosuperarse, en una alternancia entre la exposición física y lo irreversible, le dan la impresión de redimir su existencia. En la descripción de la pelea, la concatenación de las acciones, plasmada por una acumulación de verbos y una vertiginosa puntuación, ya no jerarquiza los movimientos en los que se diferencia el hombre del animal; provoca un efecto estroboscópico que anuncia la caída en el fango primordial. La transposición de Edén hacia la gramática de la violencia y de la deshumanización lo ayuda, a pesar de todo, a conquistar una visibilidad. Por más que descolocarse exprese vivir peligrosamente, su travesía por la autodestrucción favorece la metamorfosis de su cuerpo de miseria en cuerpo de “gloria” gracias a su victoria contra el perro.

Es cierto que la embestida que va a soportar de parte del apostador le instaura otro abismo: la ausencia y el vacío lo devoran. Las formas y los significados que lo amurallan, se abstraen, se desfiguran y toda esta fragilidad que se abate sobre él no es más que la de la precariedad del vivo. Sin embargo la pesadilla de su nueva decadencia, de la sintaxis de un mundo que se envara y se anquilosa, va a despertar en él un regreso, aunque momentáneo; luego de la fiebre y de los dolores físicos, se ve con asco renacer a la vida. El motor impulsor va a ser la venganza; un “négatif coopérant24”, para plagiar al filósofo François Jullien, que dista del Mal limitado a destruir sin producir nada sino gemidos. En su historia, este trabajo de “contra” incita a Edén a reconstruir, gracias a la intensidad, el vínculo social. Su agresión y la perspectiva de su ajuste de cuentas engendran en él otros dos objetos de integración: concretar una noche con su vecina, Felisa, con quien el contacto se dio a raíz de la noche de la pelea, y restablecer el lazo con la figura del padre. “Engendrar” como lo comenta Jean Clair consiste en “souligner une intention particulière. […] marque ce que l’on s’efforce d’atteindre, ‘en vue de’. Indique le début d’un état nouveau, l’effort vers quelque chose qui sera inédit, inouï ou jamais vu. ‘Ingenerare’, c’est donner un sens à la génération25”. Para palpar y pensar un afuera es necesario vislumbrar un horizonte26 y el horizonte que se va asomando para Edén reside en la defensa y la dignidad de su yo desnudo: “Poco a poco mis pensamientos se fueron sobre algo que se convirtió en urgencia: desquitarme del apostador que me había golpeado” (69); una estrategia a fin de permanecer de pie en el caos del mundo.

Conclusión

Si bien el narrador soluciona los casos que se le presentaron, a la inversa no consigue colmar el vacío que asfixia su vida. Las salidas, las liberaciones resultan efímeras como lo textualiza la forma circular de la intriga. El desenlace se detiene en Edén tumbado en una nueva habitación situada en un hotelucho, viendo una película. Su espacio íntimo, el cuarto cerrado, y su compañía artificial, la televisión, calcan de manera especulativa el inicio de la novela. Ahora bien, los lugares que uno cruza y vuelve a cruzar sin cesar son siempre los de la soledad. Al cerrar la puerta de la antigua vecindad, Edén abre otra puerta, que no da sino a una vida deshabitada. Este destierro interior y esta derrota de futuros ya se presagiaban en el eclipse del cordón familiar a través de la muerte del padre (“Mi padre había sido el último nexo con la familia. Ahora sólo me quedaba conmigo mismo. Sin nada que ofrecerle a la vida y nada que la vida pudiera ofrecerme” (89)) así como en la rectilínea y espectral vía férrea que recorre agotado el personaje después de haberse vengado. Si en el hombre todo es camino, en Edén todo es camino perdido; las posibilidades de bienestar en las barreras urbanas en las que se aglutinan los expulsados de la prosperidad, son irrisorias hasta inexistentes. El protagonista de Cuartos para gente sola vive la tragedia del hombre ordinario, pero a la inversa de la tragedia griega, se queda sin coro, sin público; su voz solitaria, no es muda, sino minada y descarriada por la fragilidad de una escucha y de un reconocimiento, por ser, como lo recalca el espejo actancial de Edén en otra novela de J. M. Servín, “destrozos y música desconsolada entre noticias alarmantes27”.

Sin duda alguna lo propio de la literatura es separarse del mundo real. Pero, como ya lo enseñó Jack London a principios del siglo XX, en un mundo en que la civilización tiene la culpa de haber traído la miseria a la mayor parte de los seres humanos, el arte de la palabra no puede contentarse con transfigurar el mundo. Hace falta que la literatura lo interrogue, lo desentrañe, lo ponga en duda y no se olvide de los olvidados. En este sentido, J. M. Servín se inscribe en la línea de London, línea dolorosa que encuentra su eco en este dictamen del poeta martiniqués Aimé Césaire: “On me parle de progrès, de vies élevées aux dessus d’elles-mêmes. Moi je parle de sociétés vidées d’elles-mêmes […]28

Bibliographie

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NOTES

[1] Victor Hugo, “Au clair-obscur des aubes”, mencionado por Pierre Dubois, en La grande encyclopédie des Elfes, viñetas de Claudine y Robert Sabatier, Hoëbeke, Paris, 2003, p. 17.

[2] J. M. Servín, Cuartos para gente sola (1999), Editorial Joaquín Mortiz, México, 2003. Todas las frases sacadas de la novela y mencionadas en este trabajo son de esta editorial.

[3] Bertolt Brecht, “Sur la popularité du roman policier”, en Les arts et la révolution, traducido del alemán por B. Lortholary, L’Arche, París, 1970, p. 81.

[4] Roland Barthes, S/Z, Seuil, París, 1970, p. 33.

[5] Jack London, Le peuple d’en bas (1903), traducido del inglés (americano) por François Postif, Phébus, París, 1999, p. 113.

[6] J. M. Servín, Por el amor al dólar, Editorial Joaquín Mortiz, México, 2005, p. 27.

[7] Christian Roux, Les ombres mortes, Payot et Rivages, París, 2005, p. 39.

[8] Expresión de Honoré de Balzac: “Je fais partie de l’opposition qui s’appelle la vie”.

[9] Luis Humberto Crosthwaite, “Sabaditos en la noche”, en Estrella de la calle sexta (1992), Tusquets Editores, México, 2000, p. 45.

[10] Jack London, Martin Eden (1913), traducido del inglés (americano) por Claude Cendrée, 10/18, París, 2007, p. 182.

[11] Maurice Blanchot, L’entretien infini, mencionado por Antoine Compagnon, en La seconde main ou le travail de la citation, Seuil, París, 1979, p. 155.

[12] Guillaume le Blanc, Vies ordinaires. Vies précaires, La couleur des idées / Seuil, París, 2007.

[13] Jack London, Le peuple d’en bas, op. cit., p. 173.

[14] Protagonista de la novela Crime et châtiment (1866) de Fedor Dostoïevski.

[15] Gaston Bachelard, La terre et les rêveries de la volonté, Librairie José Corti, París, 1948, p. 268.

[16] Stefan Zweig, Ivresse de la métamorphose (1930 / 1938), traducido del alemán por Robert Dumond, Belfond, París, 1984, pp. 212-213.

[17] Louis-Ferdinand Céline, Voyage au bout de la nuit (1952), Folio, París, 2000, p. 26.

[18] Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (1961), Editorial Gredos, Madrid, 1998, p. 269.

[19] Georges Bataille, La part maudite, Les Éditions de Minuit, París, 1967.

[20] Expresión de Gérard Bonnet, La violence du voir, Presses Universitaires de France, París, 1996.

[21] Elisabeth de Fontenay, mencionada por Élisabeth Roudinesco, en La part obscure de nous-mêmes. Une histoire de pervers, Albin Michel, París, 200, p. 184.

[22] Élisabeth Roudinesco, op. cit., p. 174.

[23] Paul Ardenne, Extrême. Esthétiques de la limite dépassée, Flammarion, París, 2006, p. 22.

[24] François Jullien, Du mal / Du négatif , Seuil, París, 2004, p. 19.

[25] Jean Clair, Lait noir de l’aube, Gallimard, París, 2007, p. 31.

[26] Nicole Lapierre, Pensons ailleurs, Folio Essai, París, 2004, p. 21.

[27] J. M. Servín, Al final del vacío, Editorial Mondadori, México, 2007, p. 283.

[28] Aimé Césaire, Discours sur le colonialisme (1950), Présence Africaine, París, 1989, pp. 19-2

L'auteur

Cathy Fourez est agrégée d’espagnol et elle est Professeur des Universités à l’Université de Tours où elle enseigne la littérature hispano-américaine. Elle est l’autrice d’études sur les littératures policières au Mexique, et notamment sur les représentations des phénomènes de violence dans la fiction à partir des invariants et renouveaux du roman noir. Elle a publié Scènes et corps de la cruelle démesure : récits de cet insoutenable Mexique (Prologue de Sergio González Rodríguez, Postface de Lucía Melgar, Éditions Mare et Martin, Collection Llama sous la Direction de Marie-Agnès Palaisi, Paris, 2012) et Vidas de sangre. Mujeres en la narrativa mexicana del crimen (Universidad Autónoma de Aguascalientes-Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2021). Elle a traduit le recueil Estilo de l’écrivaine mexicaine Dolores Dorantes (Style de Dolores Dorantes, Belgique, L’Arbre à paroles, Maison de la Poésie d’Amay, 2016) ainsi que le roman graphique, Pinturas de guerra du dessinateur espagnol Ángel de la Calle (Peintures de guerre d’Ángel de la Calle, Paris, Éditions Otium, 2018). Elle traduit également des poètes mexicains avec l’écrivain luxembourgeois Jean Portante (Fabliaux d’animaux, d’enfants et d’épouvantes de Renato Leduc, prologue de José Luis Martínez S., illustrations de Leonora Carrington, Manifeste, Paris, 2022).

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